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Uno de los
primeros cuentos que escribí se llamó “El diablo y sus amigos”. Yo tenía seis
años.
A los doce tomé
la decisión de ser escritor. Entonces escribí mi primera novela, que titulé
"Kindora", de aventuras galácticas; y que perdí por descuido de igual
manera que hice con la segunda, a mis catorce años, y cuyo título no recuerdo;
era una historia policíaca, aunque más humorística que otra cosa. Al mismo
tiempo escribía infinidad de cuentos sobre infinidad de temas; algunos de estos
manuscritos sobrevivieron hasta poco después de mis veinte años, cuando, en un
inspirado arrebato de borrón y cuenta nueva, quemé todo lo que hasta la fecha
había escrito. Luego vino el inevitable arrepentimiento, y algunos cuentos que
se salvaron gracias a una amiga que conservaba algunas copias y que se negó a
devolvérmelas, pero que accedió a copiarlos a su vez para mí; varios de esos
relatos serían, años después, parte de mi primer libro publicado (“Bala Perdida”,
2019).
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En marzo de
1995 gané la mención especial del jurado del Premio Joven Creación de la
Editorial Costa Rica, por la colección de cuentos "Fuego Eterno, Canción
de Cuna". El libro nunca fue publicado, por decisión mía. Ese mismo año
ingresé al Taller de Técnicas Narrativas del escritor argentino Ricardo Martin,
que empleaba el método creado por Ernesto Sabato. Los seis meses que duró el
taller fueron determinantes en mi vida y en mi obra.
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Durante los
años siguientes no me preocupé por publicar, salvo algunos cuentos que
aparecieron en algún periódico costarricense o como intrusos en alguna colección
de poemas de varios autores. Nunca dejé de escribir, pero cada año me alejaba
más del entorno artístico, mientras me sumergía en un proceso de búsqueda de
estilo que por descuido se convirtió en una búsqueda existencial y espiritual
que algunas veces me llevó a Madrid y, otras, muy adentro de mí mismo, tratando
de hallar respuestas a preguntas imposibles. No encontré nada al final del
camino, pero sí me descubrí los bolsillos del alma llenos de cosas que no había
salido a buscar. Los vacié como mejor pude y, en 2019, publiqué mi primera colección
de relatos, “Bala Perdida” (Guayaba Ediciones), que reúne cuentos escritos a lo
largo de los últimos veinticinco años. Algunos no tienen otro escenario que el
alma humana, con todos sus vericuetos y borrascas; otros se ubican en la Costa
Rica de la posguerra, pasado con el que juegan para proponer una revisión
crítica de la identidad costarricense y de las máscaras que la ocultan o
distorsionan. El libro está lleno de personajes cuya vida cotidiana, a menudo
tranquila y rutinaria, en algún momento deja de resistir la fuerza de un mundo
interior mucho más extraño y abundante, que empuja desde dentro y se manifiesta
sin previo aviso, lleno de irreverencia y locura. Según Rodrigo Soto, autor de
la presentación de estos relatos, “en ellos, lo fantástico suele irrumpir en el
orden cotidiano, trastocándolo y, muchas veces, revelándolo en su sentido más
profundo”. Aquí, ese orden cotidiano es, ya de por sí, extraño. Y ese
“fantástico” que irrumpe pareciera tener más sentido que la realidad misma.
Ésta se mira sin reconocerse, como un rostro que no consigue entender al espejo
que lo refleja; y éste le devuelve esa imagen “trastocada”, fracturada, pero
quizás esa fractura se parezca más a alguna de todas esas posibles verdades que
se esconden detrás de cada rostro. La realidad, en cada uno de estos cuentos,
se resiste a creer en el reflejo que el espejo le muestra, y escarba dentro de
sí misma, rompe y busca, se escabulle, oscila, se desentiende. Así consigue que
salga a la superficie esa fantasía profunda y contradictoria que, una vez
expuesta, sorprende por tener más coherencia que aquel “orden cotidiano” que la
ocultaba. A todo esto se supone que habría que agregar “con un sentido del
humor raro y desconcertante”, porque me lo han dicho; pero mi intención no era
esa, yo creía escribir algo muy serio y urgente. También alguien me dijo que
estas historias exigen la complicidad de quien las lee. Parece que tienen unos
rincones ocultos, otros rotos, y hay que terminar de desarmarlas para volverlas
a armar y de paso armarse uno de alguna nueva manera. No lo había pensado así
cuando escribía, pero me gusta.
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